miércoles, 11 de enero de 2012

De algunos finales inéditos

Mendoza, se llama la ciudad donde creció, en Argentina; se dice ciudad de buenos vinos. Ella, de piernas largas, de pechos firmes, dura, fuerte de carácter, delicioso néctar de vino encarnado. Su piel irradiaba un sabor dorado que yo ansiaba devorar con todos los poros de mi lujuria. Existió ese sabor en mi cuerpo. Ese sabor que poco dura, que nada busca, ese sabor que es un instante. Sabor del tiempo que ya pasó. Escondidos en la selva Lacanjá rodeados de pura noche y silencios etéreos, universales. Mala noche en que le llegó su luna. Noche que se convirtió en miedo y arrepentimiento de haber devorado entre piernas, gemidos y respiraciones todo el silencio del cuarto, por haber robado el placer de los dioses. Con la noche insomne compartió sus varios pensamientos, mientras yo asistía, con singular inconciencia, al valle de los sueños. Mientras todo esto pasaba (yo dormía, ella pensaba) iba pasando el tiempo y decidió romper sus huellas. Se acababa la compañía del viajero "Me regreso, estoy muy bien con vos, pero no dejo de pensar en otra persona". Sus palabras fueron de abandono y el viajero en un principio se sintió ligero; después, se sintió solo. La soledad es la más dulce compañía de un viajero que no se detiene.

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